Ciudades que se caminan
por Diana López
Hay lugares dentro de la ciudad por los que siempre procuro pasar, sobre todo cuando camino.
Cuando vivía en la colonia Allende, a veces tomaba la ruta un poco más larga para llegar al centro, bajaba por la calle 5 de mayo y observaba a los niños jugando debajo de los grandes pinos que están en las escuelas, nadie tenía prisa debajo de esa sombra densa.
Después recorría el callejón de las Moras que se adorna con unos grandes mezquites y pirules hasta llegar al callejón de Cardo, donde se pueden encontrar unos viejos laureles en cada lado de la acera.
Atravesaba el Parque Juárez para disfrutar de la mezcla del canto de los pájaros con el murmullo de la gente hasta llegar a la calle Aldama, avanzaba y observaba las plantas que escurren desde las terrazas hacia las coloridas fachadas hasta encontrarme con la soberbia parroquia, erguida junto con sus palmeras.
Prefería esta ruta que me tomaba de 10 a 15 minutos extra, dependiendo de las curiosidades o amigos que encontraba en el camino, solamente porque podía caminar cómodamente bajo la sombra de los árboles. Los árboles no solo son el resguardo de cientos de insectos, aves y otros animales, también acogen a los caminantes y les hacen compañía, como cómplices de la aventura del día.
Nunca los di por sentado, cada que pasaba debajo de ellos admiraba sus gruesas cortezas y ponía atención en su presencia. El sonido de sus hojas moviéndose con el aire se sentían como cosquillas, la forma torcida de sus ramas y sus copas despeinadas los dotan de una personalidad majestuosa que me emocionaba y me conmovía. Trataba de imaginar cómo serían aquellos lugares si no estuvieran esas bellas esculturas, creadas por la naturaleza y dispuestas ahí por un alma bondadosa, y me preocupaba la posibilidad de que alguien en un arranque de locura decidiera quitarlos.
Fue en esa ruta dónde noté claramente lo que le hacen los árboles a la ciudad. Los árboles crean caminos para ser caminados, lugares para ser disfrutados y paisajes para ser contemplados.
El trabajo de nosotros, los paisajistas, es procurar que la ciudad crezca con alma, que se integre al paisaje natural con gracia y respeto, demostrando que podemos coexistir. Abordamos con curiosidad y admiración la naturaleza y el ecosistema que nos rodea, honramos su identidad creando jardines nativos. Queremos romper el concreto y sembrar más árboles; dejar que la tierra respire, crear ciudades bellas y saludables. También intentamos sembrar conciencia transmitiendo un mensaje importante: debemos regresarle a la tierra lo que tomamos de ella.
Siempre pienso que estas ideas no habrían llegado a mí sin las innumerables veces que caminé por las calles de San Miguel.